lunes, 9 de febrero de 2009

Sobre el uso del casco

Traía demasiada prisa como para repasar un última vez mi lista mental de lo que no me debe faltar en mi recorrido a  la escuela. Traía mi mochila que pesaba lo suficiente para hacerme creer que llevaba todo lo necesario y mi vestimenta parecía estar en orden; esos dos puntos me fueron suficientes. Así que, tomé mi bicicleta y salí dando un tremendo portazo que avisó al edificio entero que el ciclista ruidoso había dejado su piso.

Como me es costumbre en los primeros metros de recorrido recordé que era lo que había olvidado esta vez. El viento se sentía demasiado fuerte en mi cabeza y me avisaba de lo desprotegida que ésta se encontraba. Mi descuido se había manifestado en el olvido de ese importante instrumento de protección.

El cielo se nublaba y eso sólo aumentaba mis probabilidades de arrepentirme de haber olvidado el maldito casco. Decidí apresurar mi paso para evitar la lluvia que amenazaba con empezar a caer en cualquier instante. La idea de nunca haber visto un ciclista sin casco en medio de la lluvia me entretuvo un rato, decidí que era una reflexión que carecía de importancia y dejé de pensar en ello.

Cayó la primera gota y supe que la situación empezaría a empeorar. El cielo se deshizo en cántaros de agua que curiosamente endurecían mis hombros al caer sobre de ellos. Mis manos sentían un frío distinto al que había sentido a lo largo de mi vida, sentía que la sangre no fluía en mis manos y la lluvia dejaba de sentirse al caer sobre ellas. Noté que mis piernas perdían su cadencia y las encontré increíblemente pesadas, perdía velocidad y el resto de mi cuerpo se endurecía al igual que mis hombros.

Llegué a detenerme en seco y fue en contra de mi voluntad. Había perdido el control sobre mis extremidades y sólo podía voltear mi cabeza para ver la metamorfosis a la que mi cuerpo se había sometido. Gota que caía, gota que convertía mi piel en una especie de corteza. Mi cabeza se negó a moverse un centímetro más, quedé volteando hacia abajo viendo a mis piernas mezclarse con los fierros de la bicicleta. Me convertía en una especie de arbusto; mi corteza (antes piel) se comenzaba a cubrir por pequeñas hojas que me adornaban como una linda planta a un costado del camino.

Entonces comprendí que el casco no sólo protege la cabeza en caso de una caída, también prevé la posible transformación de un ser humano en un arbusto a un costado a lado del camino a causa de fuertes lluvias. 

jueves, 22 de enero de 2009

Protocolos de Vuelo

Era yo sin duda alguna el hombre más cómodo de ese avión; mi espalda me agradecía el gesto de desobediencia. Entonces, las respuestas comenzaron a llegar, empezó con una ligera incomodidad en mi espalda baja; el avión comenzaba su camino a la pista que le había sido asignada. Como no se trataba de algo realmente desagradable decidí ignorar la inconformidad y continué en mi acto de rebeldía injustificada.

El avión empezó a acelerar y la incomodidad se convirtió en dolor y ese dolor en un ardor insoportable. El sentimiento se propagó al resto de mi espalda y la sensación era como si se me estuviera frotando contra piedras volcánicas. Sentía que mi cuerpo no resistiría el dolor al que era sometido. Mi compañero de asiento advirtió mi dolor y me tomó de los hombros para sacudirme, sus manos en mis hombros ocasionaron un dolor increíble que derivó en un puñetazo la cara de mi compañero, éste, ofendido me grito algo que no logré entender (puesto que ya no escuchaba ni siquiera mi propia voz) y se cambió de fila.

Entonces empecé a sentir un líquido ardiente correr por mis rodillas, el cual comenzaba a mojar mis zapatos. Comprendí que se trataba de sangre que brotaba a chorros de mis rodillas. Sentía que me desmayaría en cualquier momento y francamente, esperaba con ansiedad a que ese momento llegara.

Creí que la peor parte había terminado; cuando de pronto sentí una fuerte punzada en mi muslo derecho; era como una especie de descarga eléctrica que se concentraba en ese punto específico de mi cuerpo. Se había desatado en el instante en el que el avión había tomado altura. Las descargas se antojaban interminables y en una escalada de intensidad endemoniada, comprendí que era mi celular el que provocaba aquellos toques eléctricos tan intensos y el mismo que ahora se encendía en llamas junto con mi pantalón. Quise mover mi mano para desprenderme del ardiente aparato, pero ella permanecía aferrada al descanso del asiento como si fuese parte de él y no de mi cuerpo.

Era el final, estaba con mi espalda destrozada, mis piernas destruidas y mi cuerpo en llamas; todo por mi estúpida rebeldía. Nunca creí que despegar con el asiento del avión reclinado y no apagar mi celular, pudieran causarme tanto daño y tan inmensurable dolor.